
Si fuera posible, me gustaría poder escribir un poema sobre el sonido que emite la judía
ferraura al romperse en una mañana de julio. El baile de las manos que las parten sobre la mesa de mármol mientras el calor avanza como una promesa. Quien dice
ferraura dice
rojet o
perona. Y dice también
si fuera posible. Porque se puede escribir un poema sobre el sonido de las hojas al caer en el bosque, sobre el murmullo de la fuente fresca al bajar de la montaña y brotar del caño, sobre el zumbido insidioso de algunos insectos, incluso sobre el ruido de las motocicletas. La explosión húmeda y contundente del primer chapuzón en las aguas azules, la música de la radio de los vecinos repitiendo los éxitos del verano, las voces en sordina de los niños que juegan en la orilla. Cigarras y grillos, ranas, verbenas, oleaje y tormenta. El verano tiene sus propios sonidos –el silencio insondable de la siesta, el pizzicato de pelotas de goma sobre las paletas de playa, diálogos de película en un cine al aire libre- y todos ellos forman el himno nacional de los veraneantes, la banda sonora de la estación más dulce. Podría escribir un poema sobre cada uno de ellos. Pero no sobre el ruido que hace la
ferraura cuando la rompes:
ploc,
ploc,
ploc, ese sonido breve y monótono, seco e inane, que ya prefigura en su salmodia el crepitar de la leña, el rumor del aceite, la lluvia del
socarrat y ese murmullo de las voces queridas que se juntan alrededor de la paella. Si fuera posible, me encantaría escribir ese poema. Sería como escribir la palabra verano.
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