Hace ya muchos años que las hierbas han
llenado de duelo la explanada donde antaño poníamos los coches. Muchos años
quizás, quizás milenios. La pantalla es ahora anuncio de unos grandes almacenes
y los muros del bar son sólo ruinas. Hace ya tanto tiempo, que hubo algún
verano en que los niños, ya casi adolescentes, saltábamos la valla para ver
cómo era por dentro, si había algún resquicio de la magia que encendió la
tramoya de imágenes y música que tanto nos gustaba, o simplemente por hacer lo
prohibido. Había allí pedazos de revistas y posters de películas, y colchones y latas de
refresco y algún preservativo.
El sol se ha ido poniendo cada día tras
la vieja pantalla, encendiendo la avena y los abrojos que asolan el solar.
Fuimos felices en la doble sesión, comiendo pipas hasta ardernos los labios,
acostándonos tarde, y felices después cuando buscábamos la sombra de sus muros
derruidos para darnos un beso a salvo de miradas indiscretas.
Ahora cuando paso por allí, aún percibo
el murmullo de los coches, y un pedazo muy vivo de esa dicha pasada perdura en
ese sórdido lugar, rescoldo entre cenizas de grafittis, colillas y anuncios de
fontanería.
Cuando
sea mayor, pensaba entonces…
Qué extraña y qué veloz ha sido esta
película.
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