Holgazaneo e invito a
mi alma,
me tumbo y holgazaneo a
mi antojo… mientras
observo una brizna de
hierba veraniega.
Walt Whitman – Canto a mí mismo

Cuando era pequeña mi madre siempre me ordenaba que sacase
las manos de los bolsillos. Y tampoco
arrastres los pies, añadía de vez en cuando. Yo asumía el mandato como una
más de esas órdenes adultas (va,
espabila, date prisa) con las que nos enseñan a comportarnos, pero no lo
entendía. Aún no sabía nada del tiempo y su valor, del prestigio del trabajo,
de la necesidad de estar siempre ocupado y del abominable pecado de la
holgazanería. Andar con las manos en los bolsillos es andar hacia ninguna
parte, sin ningún objetivo honorable, sin ningún destino decente: un flâneur,
un bohemio, un diletante, qué vergüenza.
Camino despacio por las calles recién estrenadas de enero
con las manos calientes y metidas en mis grandes bolsillos. Me he inventado un
motivo para hacerlo (una compra, una visita, consultar algún precio…) porque
aún queda en mí ese prejuicio antiguo. Pero es todo mentira. El único motivo es
esta luz que salva, este olor y este aire que conectan mi vida con las vidas de
otros, ese árbol que crece sigiloso debajo de mi casa o el destello sublime del
cristal en la cresta dorada de un antiguo edificio. No hay otra razón: un verso
que me viene a la cabeza, la sonrisa de alguien que se cruza conmigo, la sombra
de un matrimonio engalanado que camina delante, el breve contraluz de una
paloma, un recuadro de cielo inocente y vacío, una vieja azotea dormida en su
silencio inexplicable y aquella silla verde que se asoma a un balcón.
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