Esta noche he soñado que plantaba cerezos. Eran tiernos y
leves como hojas de bambú. Yo cuidaba su tierra con esmero y ellos desplegaban
su belleza de flores, la potencia futura de su abrazo y su sombra. Después se
ha ido borrando con un fundido en blanco.
Esta tarde, mientras trataba de acabar un nuevo poema ha
venido el recuerdo de este sueño a sacarme de allí, de la agreste encrucijada
de palabras y sílabas en que estaba metida sin remedio ¿Qué extraño vicio es
este de sentarse a buscar una palabra -tan sólo una palabra- en medio de las
miles que tiene nuestro idioma por ver si así logramos terminar aquel verso?
¿Qué absurda paradoja es este intento de tratar de decir lo máximo en el
mínimo, lo indecible en lo dicho, lo inefable en un trozo de papel?
Son tantas las combinaciones, tantas las posibilidades, que
a veces cuando trato de escribir es como si tuviera que abandonar mi casa
urgentemente y sólo pudiera coger un objeto: un súbito desasosiego me paraliza y tengo
que ponerme a hacer otra cosa.
Ha sido dulce y lógico el sueño de los cerezos, lo que creo
que mi inconsciente me quería decir en estos días de andar cerrando páginas y
versos: que escribir no ha de ser ese miedo al vacío o esa lucha insistente por
hallar la palabra.
Es más bien como plantar cerezos y esperar a que llegue la
primavera.
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