Ir al contenido principal

Silbar



Y hoy todo lo daría
por ser una vez más la que camina
al son de su alegría sin cuidados,
la que pasa silbando y se le vuelan
los pies y la razón y el pensamiento,
aquella que se fue, que irá, que anda
sin tiempo entre las cosas
como si un viento fácil, imprudente,
la llevara más lejos de sí misma.

Mi madre me dijo el otro día que no le gusta la gente que silba. A mí me encanta silbar. No he querido profundizar en el desencuentro, pues supongo que a mi madre le gusto igualmente, por pura obligación familiar o costumbre histórica, pero la frase me ha hecho reflexionar sobre este acto irreflexivo que supone ponerse a silbar en algunos momentos. Me gusta recorrer los pasillos del instituto donde trabajo silbando a pesar de la mirada censora de algunos compañeros, silbar las canciones que suenan en la radio del coche, entonar canciones difíciles a golpe de chiflido supone un reto apasionante para mí. Creo que una de las mejores metáforas de la felicidad es la imagen de alguien caminando por la calle con las manos metidas en los bolsillos, el paso ligero y silbando. A veces hasta tomo prestadas las canciones silbadas por otros transeúntes y las traslado con mi propio silbido a otros lugares como un acto altruista de difusión musical. Supongo que el hecho de expulsar todo ese aire por la boca es una forma de aligerarse, de alegrarse, de volar. El fontanero que trabaja silbando parece que trabaje menos. En islas como La Gomera permite comunicarse de un lado a otro de la montaña. Y además, es la forma más certera que tenemos los humanos de acercarnos a esos pequeños dioses llamados pájaros.
Pero de todas las acciones que me gusta hacer silbando, la que prefiero por encima de todas, es la de ir en bici silbando. Porque volver a salir en bici es también, y sobre todo, volver a silbar. Es el nexo de unión que me mantiene en contacto con el camino. Y es que después de tantos meses sin coger la bicicleta, los caminos de siempre se nos antojan ajenos: el régimen de lluvias del invierno, los temporales, la muerte y nacimiento de las plantas conforman un paisaje distinto. El rosal que estaba siempre al girar la esquina ha desaparecido. Los campos de alcachofas que tanto nos emocionaron son ahora de almendros. Alguna máquina ha pasado para aplanar la senda lateral de la autovía, que parece distinta libre de piedras y hoyos. Sólo la luz no cambia, la luz y estas ganas de silbar, de repetir las mismas canciones cuando recorro los mismos caminos.  Casi siempre me vienen a la cabeza las notas de una de Manolo García: “Caminábamos y el calor del verano empujaba nuestro asombro…” Mientras la silbo, e incluso canto, asida al manillar, abandonada y feliz, recupero ese asombro perdido, y veo venir, volver hacia mí todos esos veranos, los veranos que todas esas notas me devuelven, y dicen todavía, y dicen mientras tanto, y dicen, sobre todo, levedad.


Comentarios

Entradas populares de este blog

El yogur

Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse.  Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.

París es una enorme metáfora

Viajar a París es, también, habitar el interior de un libro, transitar páginas que son calles, perseguir las huellas de los personajes, en mi caso de Horacio y de la Maga.”Huella y aura. La huella es el anuncio de una proximidad, por lejano que esté quien la dejó. El aura es el anuncio de una lejanía, por cerca que esté lo que la evoca. Mediante la huella, nos apropiamos de la cosa; mediante el aura, la cosa se apropia de nosotros”. La cita es de Walter Benjamin, de un librito con apuntes sobre la ciudad de París recientemente comprado en el Gu gg enheim de Bilbao y llevado de mi mano hasta el Louvre. Al fin y al cabo -aquí también- todo está lleno de puentes. Buscar correspondencias, que cada cosa remita a otra -un rostro a otro rostro, una frase a otra frase- es, en palabras de Benjamin, la verdadera esencia del flaneur . Y como tales nos dejamos llevar por las calles heladas y su fragor navideño. Escribe Proust: “Entonces, totalmente alejado de esas inquietudes liter
  “Quien educa tiene un jardinero en su interior porque siembra la semilla de la curiosidad para que sus alumnos florezcan por dentro” Santiago Beruete (Aprendívoros) Una de las mejores sensaciones que conozco es la de entrar a una clase por primera vez. Cruzar la puerta, encender la luz, situarse delante de la pizarra, y mirar todas esas caras nuevas que esperan a ver qué les cuentas. Durante unos segundos, el mundo se detiene en el vuelo de los dados que un dios desconocido lanza al aire. Hay un silencio expectante que espera una palabra, un gesto, una sonrisa, una mano tendida o un sonido que vuelva a poner el mundo en marcha. Es un silencio que no se volverá a repetir en todo el curso. No de la misma manera. Es el silencio compartido que dibuja en el aire un grupo de desconocidos que te mira desde sus pupitres mientras tú los miras a ellos. Sabes que vais a pasar mucho tiempo juntos, que en unos minutos el rumor de los pupitres se irá convirtiendo en algarabía. Sabes que vais a com